Los últimos hechos han sido como un tsunami social, pero una vez que nos revolcó la ola, balbuceamos hipótesis, armamos relatos y elevamos plegarias. Que se veía venir, que era evidente, que estaba latente, cómo no lo vimos; sí, todas las anteriores quizás. Lo que nunca formó parte de las premoniciones son la furia y la violencia desatada; los insultos y escupos, el desprecio y el pago de inocentes. La lluvia de piedras de chilenos contra chilenos es una escena conmovedora; las piedras representan la furia contenida, la ira desgarrada, la cobardía de la mano que se esconde y arranca, la desproporción de las emociones, el querer pulverizar al otro; no son precisamente una lluvia de ideas, son la irracionalidad concentrada en su dureza, no son en realidad las piedras angulares de los constructores. Podemos cambiar las estructuras, las leyes, los sueldos, el gobierno completo de diestra a siniestra, pero si no cambiamos nosotros, el país seguirá en una inercia, acumulando energía para el próximo terremoto social. La división más profunda no radica solo en la clase social y en las injusticias reclamadas, sino en el no poder mirar al otro desde la empatía y la humanidad, simplemente no verlo. Cambiar el corazón humano no sucede en la revuelta social, porque es una decisión propia, apagando la televisión, saliendo de las redes sociales y entrando en lo profundo de mi hábitat, donde, a veces, descansa la gran piedra: el propio yo. Ahí cabe justamente la pregunta: ¿Qué espera hoy Chile de mí? Parafraseando a André Frossard se puede decir que, hoy más que nunca se necesita una dulzura activa que quiebre, que exceda a toda violencia, capaz de hacer que estalle la piedra más dura y, más duro que la piedra, el corazón humano.
María Solange Favereau C.
Académica
Facultad de Educación
U. Andes