Arelis Uribe regresa con el drama de un clan roto
La autora de la celebrada "Quiltras" (premio del Ministerio de Cultura de Chile al Mejor Libro de cuentos) publica "Las heridas", una intensa crónica en la que perfila a una familia chilena que se triza. Este es un pedazo de su diario.
Por Arelis Uribe
Le pregunté a mi madre si tenía algún recuerdo bueno de mi abuelo. Sí, dijo ella, los días de paseo. Por eso ama el olor a bencina, le evoca viajes. Dijo que, aunque salían de casa, igual por dentro corría la sensación de que mi abuelo tenía el control. Nadie podía quejarse, había que seguir su ritmo, obedecerle en todo, como si en vez de niños y niñas, ella y sus hermanos hubiesen sido perros atados por una soga invisible. Sí, dijo mi madre, estaba el papá bueno, pero debajo estaba el papá malo. Aunque se mostrara el amable, los dos estaban presentes porque eran el mismo. Recuerdo los esfuerzos de mi madre por acercarse a mi abuelo. En mi infancia, adolescencia y adultez, lo invitaba a tomar once. Cuando mi madre montó su almacén lo hizo al lado de la casa de mi abuelo. Incluso le organizó el matrimonio cuando él se casó por segunda vez. Mi madre preparó la comida y sirvió los platos. Diseñó los recuerditos, todo. Y aun así hoy no se hablan. Yo tampoco. Cuando niña le escribí una carta por su cumpleaños. Decía que lo admiraba como un viejo zorro. Había cosas suyas que me gustaban: su hablar fuerte, su figura espigada, su apellido Ossa. Esa SS lo volvía particular. Ahora esa SS me recuerda a los nazis. La última vez que pensé espontáneamente en él fue en un criadero de animales en Rancagua. Fue al sentir el olor a mierda de los pollos y los chanchos. Hace años me escribió. Me envió un mensaje por facebook. Decía: Tú hablas de mí como machista, pero no me conoces, el problema es que tu mamá nunca ha sabido retener un hombre a su lado. Leí el mensaje dos veces, lo marqué como no leído y lo archivé. Nunca le respondí.
Era jueves en la tarde y yo estaba en desamor. Releía chats y correos viejos, tratando de perdonarme los excesos y arrepintiéndome de las mezquindades. Me sequé las lágrimas y dije: Se acabó, no lloro más, estoy lista para recibir lo que venga. Juro que a los cinco minutos llamó mi hermana. Dijo: Internaron a mi papá por un infarto cerebrovascular. Lancé un QUEEEEÉ gigante. Le pregunté dónde estaba y ella respondió: En el Hospital de la Católica. Dije: Conchasumadre, voy para allá. Y corté. Estaba en la cocina con el celular en la mano y sentí un tirón que me decía: Está pasando algo importante, algo difícil que vas a tener que vivir como sea. Era incapaz de moverme. Solo podía concentrarme en lo que me rodeaba: el piso de baldosa roja, los muebles, el refrigerador. Me inundó la sensación de vacío de que la naturaleza se imponga a las voluntades personales. Sentí que los brazos no me servían, que quería atrapar algo que es imposible agarrar con las manos. Respiré hondo y me dije: Tranquila, eres tan valiente como el miedo que sientes. Comencé a cantar El valor vendrá desde el mismo lugar que el miedo, con la voz temblorosa. Pensé en lo que necesitaba hacer para seguir. Le escribí a mi compañera de casa para contarle. Llamé a una periodista con la que iba a salir en dos horas para colaborar en un reportaje y lo cancelé. Metí fruta y mis documentos en una mochila, bajé al primer piso a buscar mi bicicleta y salí. Me quedé quieta un rato en medio de la calle, concentrándome en lo que debía hacer. Necesitaba llegar a la calle Marcoleta y no sabía cómo ir hasta allá desde el parque Bustamante. Era un trayecto corto, que había hecho mil veces antes, incluso el día anterior, cuando había regado los cactus de mi amiga, pero la información estaba perdida en mi cabeza. Solo podía pensar en mi padre. Respiré hondo otra vez y me dije: Así es como sucede. Así empieza la muerte de tu padre. Así muere Alberto Uribe. Pase lo que pase, disfrútalo, porque va a suceder una sola vez.
Mi abuela, en cambio, es pura luz. Es el olor a sol en la ropa limpia y es el olor a caldo de gallina casero. Es ir a visitarla a su almacén en San Bernardo y ver cómo se le ilumina el rostro cuando me reconoce. Mi abuela se llama Noemí, igual que mi madre y mi hermana. Las tres tienen el mismo nombre y viven en el mismo barrio. De niña, a mi abuela yo le decía Mama Noe, Noe o Noíta. Ella me decía Negrura o Nanny Hermosa. Tiene ochenta años, cada día está más pequeña, cada vez que me abraza se hunde y encaja en mí. Desde que tengo memoria que mi abuela está ahí, aquí, cuidándome, dejándome dormir con ella para sentir su piel tibia y suave. Mi abuela es una estufa, en invierno se abriga solo con una manta porque su piel lo calienta todo. Siempre pensé que ese calor provenía de su color. Mi abuela es morena como Chica da Silva. Su abuelo fue un zambo peruano, de piel café oscura y pelo rizado. Mi madre dice que de joven se parecía a Sophia Loren. Hay una foto de mi abuela a los cincuenta años, en la graduación de kínder de mi hermana, en la que se parece. Su piel café es tan tersa que brilla con el flash. Se ve hermosa, todavía es hermosa. En mi familia hay sangre afro y a la que más se le nota es a mi abuela.
Llegué al Hospital de la Católica y subí al cuarto piso, tratando de no adelantarme a ningún movimiento, de vivir cada latido al ritmo de cada latido. Se abrieron las puertas del ascensor y vi a Alejandra, la segunda esposa de mi papá, y su familia: Carola, Fanny, Carmen. Tenían cara de funeral y eso me abrió la angustia. No sé a quién abracé primero, pero esa persona me sostuvo mientras me ponía a llorar con furia. Me dolía que estuviera pasando lo que todas temíamos que estuviera pasando y ninguna se atrevía a nombrar. Alguien me explicó que mi padre estaba internado desde el mediodía y, si quería, podía entrar a verlo. Seguí a una tía de Alejandra por un pasillo. Mientras caminábamos y con la voz inquieta, dijo: El papá está mal, está entubado entero. Creo que lo dijo para cuidarme y no sé si generó el efecto preciso o el indeseado, pero me produjo una desesperación gigante. Me apoyé en el muro del pasillo y empecé a llorar de nuevo. Entonces se acercó Alejandra, me abrazó y dijo algo así como que había que ser valiente. Y apareció otra vez esa palabra, ese mandato, que se peleaba adentro mío con el caos, con un desconcierto feroz.
Hubo un tiempo, a mis veinte años, en que viví con mi abuela. Llegué a su casa porque arrancaba de la mía. Vivimos juntas seis meses. No hablábamos mucho, pero algunas noches me sentaba al borde de su cama y conversábamos con la tele encendida. Me contó que de niña estudió en un colegio de monjas en Gran Avenida y llegó hasta segundo básico. Una vez se sintió inteligente porque fue la única alumna del curso que supo cómo escribir Llolleo. De adolescente trabajó puertas adentro con una familia de apellido Caffarena y el patrón le tenía estima porque ella una vez, sin que nadie se lo pidiera, lavó la ropa, encontró unos calcetines con hoyitos y los zurció.
"Las heridas"
"Arelis Uribe EMECÉ 112 páginas 12 mil