La abuela de Paul Auster que marcó al niño de la vela
El escritor retrató el trauma que vivió su padre a los seis años de edad. A partir de eso, reflexionó sobre las matanzas que se repiten en EE.UU. Este es el adelanto de "Un país bañado en sangre", su último libro.
Por Paul Auster
La verdad se reduce a lo siguiente: el 23 de enero de 1919, dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial, al comienzo de la tercera ola de la pandemia de gripe española que se había desencadenado el año anterior, y solo una semana después de la ratificación de la Decimoctava Enmienda de la Constitución, que prohibía la producción, el transporte y la venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos, mi abuela mató de un tiro a mi abuelo. Su matrimonio se había roto en algún momento de los dos años anteriores. A raíz de la separación, mi abuelo se había mudado a Chicago, donde se instaló a vivir con otra mujer, pero aquel jueves de 1919 por la tarde volvió a Kenosha para entregar unos regalos a sus hijos, y mientras estaba haciendo la visita, que sin duda él suponía breve, mi abuela le pidió que arreglara un interruptor de la luz en la cocina. Quitaron la corriente y, mientras el penúltimo Auster hijo le sostenía una vela en la habitación a oscuras, mi abuela subió a la planta superior para acostar al menor de sus pequeños (mi padre) y coger la pistola que guardaba bajo la cama del niño, después de lo cual volvió a la planta baja, entró de nuevo en la cocina y realizó varios disparos contra su esposo, de quien estaba separada, dos de los cuales lo alcanzaron en el cuerpo, uno en la cadera y otro en el cuello, que debió de ser el que lo mató. Los periódicos de Kenosha anunciaron que tenía treinta y seis años, aunque sospecho que podría haber sido un poco mayor. Mi padre tenía seis y medio, y mi tío, el chico que sujetaba la vela y fue testigo del asesinato, nueve.
Hubo un juicio, como es natural, y después de que mi abuela resultara inesperadamente absuelta por motivos de locura temporal, sus cinco hijos y ella se marcharon de Wisconsin, se dirigieron al este y acabaron instalándose en Newark, Nueva Jersey, donde mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada las más de las veces, que adoctrinó a sus hijos para que no dijeran ni palabra, ni entre ellos ni a nadie más, de lo que había pasado en Kenosha. Había pocos recursos, la vida cotidiana era una lucha incesante y, aunque los cuatro chicos trabajaban después del colegio, pagar el alquiler era un problema que ocurría con frecuencia, cosa que los obligó a mudarse varias veces para escapar de la furia de los caseros, lo que a su vez supuso que los chicos cambiaran de colegio a medida que iban pasando de un barrio a otro. Tantas amistades interrumpidas, tantos posibles vínculos rotos, hasta que al final los únicos con quienes podían contar eran ellos mismos. No se trataba de la pobreza digna de una familia venida a menos sino de la miseria severa de una familia que ha tocado fondo, con la correspondiente angustia, ansiedad y rachas de pánico que acompañan al hecho de no tener nunca suficiente.
La pistola era la causante de todo aquello, y los chicos no sólo se habían quedado sin padre, sino que vivían con el conocimiento de que lo había matado su madre. Sin embargo, la querían; de un modo obstinado, feroz. Y, por desequilibrada que pudiera mostrarse en ocasiones o caprichosa en el trato que les daba, se mantuvieron firmes y nunca flaquearon en su devoción.
Cuando hablamos de tiroteos en este país, invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes: el codo hecho añicos que deja inútil el brazo, la rodilla pulverizada que convierte el paso normal en una dolorosa cojera, o el rostro destrozado y recompuesto con cirugía plástica y una prótesis de mandíbula. Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos: la hermana tullida, el hermano con lesión cerebral, el padre muerto. Y si tu padre ha muerto porque tu madre lo mató a tiros, y si a pesar de eso sigues queriéndola, casi seguro que irás cayendo poco a poco en un estado mental con tantos cables cruzados que en buena parte acabarás apagándote.
"Mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada".
"Un país bañado en sangre"
"Paul Auster con fotografías de S. Ostrander Seix Barral 188 páginas $16.900