El dueño de "El rincón de las guaguas" se despidió después de medio siglo con su negocio
El comerciante Juan Francehli decidió que es tiempo de descansar, sin embargo, el local sigue con su legado a través de una joven familiar del locatario.
Durante 47 años Juan Francehli Farizo estuvo frente a su negocio, "El rincón de las guaguas", en calle Centenario 290-A, a un costado de la entrada principal de la galería Rosales. Piluchos de todos los colores, ositos, vestidos con bordados y encajes, bañeras, sillitas de comer y caballitos de madera que funcionaban como balancines decoraban las vitrinas y el ingreso a su tienda, que era la preferida de las futuras mamás, padres, orgullosas abuelitas y familias que preparaban el ajuar para el nuevo integrante del hogar.
En el casi medio siglo de trabajo, el comerciante conoció muchas historias y la difícil situación que enfrentaban algunas mujeres que no tenían absolutamente nada para recibir a su hijo, lo que en varias ocasiones lo motivó a aportar con lo necesario para el bebé.
Después de tantos años dedicado a sacar adelante su local, este padre de dos hijas y abuelo de tres nietos, que se caracteriza por ser muy alegre y apegado a la religión, decidió dar un paso al costado para hacer algo que tenía postergado: dedicarse tiempo para él.
"Hace 47 años llegué a San Antonio. Estaba en un seminario para ser cura y me echaron porque no tenía las características que requerían ellos. Mi papá tenía una casa en Llolleo, detrás del Club de Tenis. Me vine y ahí surgió este tema. Yo soy primo del que era dueño de "La casa de las guaguas" en Santiago, Fernando Ramos. A él le iba muy bien porque estaba en calle Estado (pleno centro de la capital), tenían varias propiedades y en esas calles lo que pongas en la vitrina lo vendes, porque pasan 3 millones de personas por el lugar", cuenta sobre el origen de su popular negocio.
-¿De dónde viene esa motivación religiosa que tiene usted?
-Yo diría que de la familia. Mis papás son europeos, el papá español y la mamá portuguesa, por supuesto son de una generación religiosa porque a ellos les tocó la guerra. Son inmigrantes, no vinieron escapando porque eran niños. Tengo dos hermanas que son Carmelitas. La menor vive en Francia en una comunidad religiosa y la mayor trabaja en el Vaticano, está en la casa central. Creo que para el trabajo, la vida y para la vida familiar la parte espiritual es trascendente. Si no la activas, obviamente que la vida es mucho más fría.
-¿Cómo fue la respuesta de los sanantoninos cuando recién abrió "El rincón de las guaguas"?
-Yo me instalé y empezó a irme bien altiro porque en San Antonio no había negocios de guaguas. Me encontré con esa parte rica de las mamás, de la maternidad, que pone un grado de sensibilidad y empatía que recoge el entorno y yo era parte de ese entorno. Entonces el trato entre comprador y vendedor se hacía muy grato, agradable.
-¿Cuál cree que fue su valor agregado?
-Me favoreció mucho que en ese tiempo estaba el señor Samy Sapag, que tenía una tienda de guaguas. Con él conversaba y nos hicimos amigos, miraba su vitrina y, por ejemplo, un babero bordado valía 8 mil pesos. Yo venía de La Reina y veía que en San Antonio vivía gente sencilla, entonces no podías salirles con cosas de marca, como diríamos hoy día. Trabajé y apunté a ellos, que eran los que tenían menos. Eso lo percibí y lo exploté. Él traía piluchos "Motta" y yo vendía "Polín", el dueño era Juan Aravena y había que ir a la Gran Avenida a la fábrica. Yo lo vendía a mil y tantos pesos y él a casi a 4 mil. Entonces la gente venía para acá y se vendía harto, incluso tenía tres vendedoras contratadas. Fue un tiempo bonito. Así se me pasó la vida, 47 años con el negocio.
-¿Cómo funcionaba el comercio local cuando usted comenzó?
-Antes no era tan difícil porque no había competencia y menos competencia desleal. La municipalidad ofrecía garantías, el Banco del Estado ofrecía préstamos, pero hoy día para surtir el negocio cuesta más. Los últimos años tuve que dejar de ir al sector de Bascuñán Guerrero (en Santiago), donde están las importadoras, porque hasta te podían robar la camioneta y en una de esas te mataban. A mí me asaltaron tres veces. Por eso, surtir ahora un negocio es una aventura tremenda. Lo otro son los cobros de los arriendos, están desproporcionados a la realidad, deberían tener mayor consideración con la gente.
-¿Conoció a alguna mamá que no tuviera para comprar las cositas de su bebé?
-Sí y aquí se hicieron muchas donaciones. No sé si está bien contarlo, pero uno se sensibilizaba y empatizaba, porque había mucha gente pobre en San Antonio, una pobreza que ya no existe. Algunas personas andaban a pie pelado porque no tenían zapatos. Hoy día al que llamamos pobre tiene un clóset, en ese tiempo no. Llegaron mamás que eran solas y no tenían nada y estaban a punto de tener a su bebé. Entonces aquí les armaba un surtido de cosas y se las regalaba. Iba hasta la casa de la persona, como me movía mucho en la parroquia, fui ministro de la eucaristía, participé en muchas cosas y eso te lleva a conocer gente y la realidad, no lo que te cuentan. En mi casa les decía a mis hermanos que vivían en La Reina, que ellos no conocían la pobreza que yo vi en San Antonio.
Centro inundado
El 27 de mayo de 1986 se desató un intenso temporal que causó la obstrucción y el desborde del estero Arévalo. El caudal arrasó con las cortinas de los locales del centro, incluso inundó el Mercado de San Antonio con agua y lodo, causando cuantiosas pérdidas en los negocios.
"Ese día el agua me llegó a 60 centímetros adentro del local. No era sólo agua, parecía mayonesa café. Yo tenía abajo, en bolsas plásticas, los chales y cosas blancas, tuve que regalar casi todo. Perdí harto y mientras ocurrió esa tragedia tuve la oportunidad de conocer a don Enrique Manzur, que en paz descansa, que fue una excelente persona. Antes de eso sólo conocía su "cáscara" de señor serio, lejano. Vino a conversar conmigo, hizo un arreglo con su electricista directamente a mi tablero para poder limpiar. Tuvo un gesto muy lindo conmigo.
- ¿Qué cambios ha visto en relación a la ropita de guagua?
-Todo lo que es ropa interior se ha mantenido, es lo mismo. El pilucho de hace 30 años es el mismo de hoy día. Como hay más tecnología, tal vez son mejores las terminaciones, pero el pilucho, el body y la camiseta, lo convencional se mantiene. Lo que ha cambiado es lo que viste a la guagua. Han copiado el mismo molde de un adulto en pequeñito.
-¿Cómo fue para usted la llegada de la pandemia?
-El tiempo de encierro me sirvió para poner las cosas en la balanza. Uno para pensar bien y tomar decisiones necesita silencio, porque de no ser así tiene mucha dispersión. En el momento preciso pude pensar, con lo que tengo puedo vivir, tengo las dos hijas con sus carreras, tres nietos de una y tomé la opción de dejar el negocio. Sin pena ni gloria, para dejar de funcionar como un esclavo.
-¿A qué se ha dedicado desde que se retiró del negocio?
-Ahora lo que hago es tratar de hacer distintas cosas, esa es la verdad. Tengo más tiempo para mí, he viajado varias veces al Sur, a la Carretera Austral y a otros lugares. No hay que ser rico para vivir, hay muchos que esperan hacerlo y mientras esperan los meten en el cajón y otros que teniendo tanto, tienen una vida tan pobre, no tienen amigos ni gente que los quiera o a quien querer, porque el dinero es una coraza que te pones y que le incomoda al que está al lado.
-¿Ha echado de menos la antigua rutina?
-Sí, hay días en que estoy desorientado, me viene nostalgia, es una cuestión netamente emocional. La vida se va silenciando con los años, por eso mientras tenga salud quiero acercarme más a la familia que es el gran valor que te queda. Pero de salud estoy bien. Pasé 45 años de pie, porque nunca me sentaba. Hace poco me hice un chequeo y el médico me dijo que tengo piernas de un cabro de 30 años. No tengo várices, ni nada y tengo las piernas duras, firmes y es a raíz de eso.
Sigue la tradición
Teresa Zúñiga es parte de la familia de Juan Francehli y es quien quiso seguir la tradición de "El rincón de las guaguas". Hace dos años llegó a aportar con su juventud, para modernizar de alguna manera el local, sin dejar de mantener los productos que por décadas han encontrado los clientes.
"Llegué hace dos años con una presión terrible porque hace 47 años que está abierto, con su clientela y prestigio, entonces cambiar de dueño es difícil, aunque él es de la familia y siempre está ahí. Entonces se siente una presión inmensa. Al principio la gente me preguntaba a cada rato ¿y el caballero? Yo traje una mentalidad más moderna, pero trato de mezclar el estilo de los dos", afirma Teresa.
-¿Qué te ha costado más?
-El 2021 fue un año bueno porque estaban los bonos del Gobierno, pero después se notó la baja de los ingresos y la gente empezó a priorizar los gastos. Los arriendos subieron mucho y los ambulantes prácticamente venden lo mismo que nosotros, entonces salvar este negocio y mantener el legado de Francehli ha sido una pega enorme, pero bonita. Me gusta este rubro, es tan lindo, siempre nacen guagüitas y la gente viene tan contenta a comprar.
-Sigues teniendo una gran variedad de productos para bebé…
-Sí, lo mismo que encontraban antes, desde los tradicionales piluchos, chupetes, gorritos, mantas, de todo para los más pequeñitos.
"Hace 47 años llegué a San Antonio. Estaba en un seminario para ser cura y me echaron porque no tenía las características que requerían ellos",
Juan Francehli
"No sé si está bien contarlo, pero uno se sensibilizaba y empatizaba, porque había mucha gente pobre en San Antonio, una pobreza que ya no existe, que la persona andaba a pie pelado porque no tenía zapatos",
Juan Francehli